Querido Don Bosco ¡Bienvenido! ¡Que te sientas en casa! ¡Que te sientas en una Colombia tuya porque cuando volaste al cielo, tú la llevabas ya, en el corazón!
Querido Don Bosco ¡qué dicha tenerte aquí! Nos traes el último gesto de tu existencia, en tu rostro, lo último que hiciste, que “hasta el último instante” de tu vida fuera por los jóvenes.
Lo hemos oído de palabra, pero ahora lo vemos en tu rostro. Una cara de entrega, una placidez de tus sueños como en los nueve años, como cuando viajaste de Cartagena y llegaste al Cono Sur. Eran las casas salesianas, las que tú buscabas. Pero viste las entrañas de este continente, continente de esperanza. Miraste paisajes y montañas… y llegaste a las casas salesianas. Preguntaste si conocían a Don Bosco; te contestaron los muchachos que “de oídas”. Nosotros también hemos oído hablar de ti pero ahora te podemos conocer personalmente. Te estamos viendo, te tenemos entre nosotros: Un acontecimiento inmenso de nuestra historia, que debe partir en dos la vida salesiana de Colombia.
Aquí comenzó la primera obra, hace ciento veinte años: El Colegio Salesiano de Artes y Oficios. Los primeros salesianos tocaron nuestra costa caribe cuando tú cumplías dos años de cielo: el muy joven seminarista José Eterno había cerrado sus ojos para siempre en la Guaira; no alcanzó a llegar; apenas había podido soñar. El once de febrero llegó a esta pequeña ciudad desconocida el grupito misionero enviado por tu sucesor Don Miguel Rúa. Y en esta casa, compartiendo con un hospital militar preexistente en los claustros antiguamente carmelitanos, comenzaron tu obra.
Don Bosco empezaba a ser actuante en Colombia. Esos salesianos soñaban delante del Camarín del Carmen. Evasio Rabagliatti, venido de las tierras australes donde había sido fundador, pidió la bendición de María. Miguel Unia impetuoso, rezó su rusticidad campesina, llena de ilusiones su mente y su corazón; Leopoldo Ferrari que había sido tu enfermero, se acordaba de ti y te pedía tu protección sobre él, el seminarista Silvestre Rabagliatti que sería nuestro primer gran formador y para los coadjutores estupendos Ángel Colombo, Pablo Migliotti, Enrique Spinoglio y Felipe Kaczmarczyk que estarían como jefes de los talleres. Venían en nombre tuyo. No sabían Castellano. Pero había una palabra electrizante que sabían pronunciar: ¡Don Bosco! y la pronunciaban con su vida y la pronunciaban en sus oraciones.
¿Qué encontraste Don Bosco al llegar a Colombia? ¿Y al llegar a nuestra Inspectoría? Yo te vi llegar a Agua de Dios, lugar inédito para el Carisma Salesiano. ¿Fueron fieles a ti aquellos que se fueron allá por encima de toda audacia? La fecundidad de su obra, la beatificación de Luis Variara y el nacimiento de la primera rama del árbol salesiano, las Hijas de los Sagrados Corazones de Jesús y de María, demuestran que soñaron por ti, soñaron en tu nombre y desde el veintiséis de agosto de mil ochocientos noventa y uno, tú estabas allí en la persona de Miguel Unia, cuando llegaban las bendiciones del Beato Miguel Rúa y cuando siguieron llegando salesianos intrépidos desafiando todo peligro, porque llevaban a Don Bosco en el corazón.
Arribaste este trece de mayo con el calor del mediodía y del pueblo entero que salió a tu encuentro. Fuiste por cada uno de los hospitales y entraste para mirar lo que habíamos hecho los hijos tuyos en la pastoral de Asistencia Salesiana a los enfermos, los hijos tuyos que hemos estado allá desde hace ciento diez y nueve años. Sonreíste y te sonrieron los enfermos. Te sentiste feliz de que una nueva perspectiva se hubiera iniciado y quedara abierta al Carisma Salesiano.
Pregúntale a Luis Variara allá en el cielo y él te contará muchas de las historias que fueron tan profundamente humanas y fueron tan terriblemente divinas.
Bogotá era una gran aldea. Ahora una ciudad inmensa. Colombia había apenas entrado en la era de la independencia. Hoy lucha por manejar su libertad y buscar un puesto digno en el camino de la historia, ser dueña de su destino y tener una verdadera independencia. Pero están tus lemas Don Bosco querido: “Buenos cristianos, honestos ciudadanos”, la devoción a María Auxiliadora que ha calado tanto entre nosotros. Mira la historia que soñaste, hemos procurado escribirla. ¿Lo habremos logrado? Este templo, el Santuario Nacional de Nuestra Señora del Carmen, advocación multisecular en el país, no existía. Ahora se levanta hacia la altura como una gloria salesiana, más porque contamos con tu presencia porque tú y, desde hoy, más que nunca, estás con nosotros.
¡Qué lindo verte! ¡Qué lindo tenerte entre nosotros, presidiendo la multitud! ¡Qué lindo concelebrar contigo!
¿Cómo nos encuentras? Verás más casas grandiosas, verás miles y miles de muchachos. Te cantan, te aclaman. Habían oído hablar de ti pero quizás no suficientemente. Somos culpables de tantos silencios sobre ti; se nos ha olvidado tu historia, cuando somos sus herederos. Las casas están pujantes, nuestro país está luchando pero, Don Bosco ¿sí te sientes en casa? Te encuentras con nosotros te damos nuestro nombre, el tuyo lo sabemos, nos llena el corazón: Don Bosco. Te tenemos aquí, no queremos que te vayas; nos haces, como decía Juan Pablo II en el centenario de tu tránsito a la eternidad, “tanta falta”, te necesitamos. ¿No ves que nos hemos desteñido? ¿No sientes que tus hijos no tenemos la vibración que tú quisieras que tuviéramos en el espíritu salesiano, en la entrega de la vida, en aquella Salesianidad optimista y rigurosa, radical y confiada en Dios con la devoción de María Auxiliadora y con el “da mihi animas, cétera tolle” ese lema que entendió Domingo Savio? Aquí en esta casa, Mario José Orejuela también lo entendió así. Y cuando adolescente se durmió para siempre sus compañeros de colegio se hincaron de rodillas. Nosotros lo repetimos. Pero, ¿encuentras que lo vivimos? Será que, al entrar a nuestros patios, no tendrás que preguntar, como en el sueño del ochenta y cuatro, “¿dónde están nuestros salesianos?”.
Los capítulos generales nos han pedido volver a Don Bosco. Tal vez tú oíste eso y sabiendo nuestra debilidad, entonces, viniste tú a nuestro encuentro a traernos tu espíritu, a decirnos de tu amor, a hablarnos de que lo único que cuenta es la salvación pero entendida dentro de la promoción humana. De pronto, Don Bosco, encuentras nuestras casas no como tú las quisieras; perdónanos. Te queremos mucho para no cambiar, te queremos tanto y te agradecemos tanto esta visita como para no rectificar.
Quince de mayo del dos mil diez: Comienza un nuevo camino porque tenemos que caminar sobre tus huellas, en la autenticidad, en aquella Salesianidad que te llevó a los altares y que has hecho para el mundo entero, en tu figura de Padre y Maestro de la Juventud. Don Bosco, seguirás tu camino peregrino. Pero ¿te recuerdas del sueño del emparrado de rosas? Lindas y perfumadas flores. Todo el mundo empezó a seguirte con entusiasmo; pero, al sentir las espinas, se fueron retirando, dejaron de caminar. Te sentiste solo. Pero llegó una nueva legión: “Nosotros si te seguiremos, Don Bosco”. Somos esa legión, te vamos a seguir, tu peregrinación continuará pero nosotros estaremos siguiéndote para llegar contigo.
En tu testamento nos dices: “Los espero en el cielo. Allí hablaremos de Dios, de María, madre y sostén de nuestra Congregación; allí bendeciremos eternamente a nuestra Congregación, la observancia de cuyas reglas contribuyó poderosa y eficazmente a salvarnos”. Es cuestión de santidad. Tú no cambias tu discurso; tú no crees en una juventud como la describen los medios de comunicación social utilizada, maleable, sin convicciones, consumista. Tú crees en los jóvenes, en su capacidad de ser santos. Y por eso Domingo Savio, Laura Vicuña, Ceferino Namuncurá. Aquel dieciocho de diciembre, hace ciento cincuenta años, después del trabajo del día, a las nueve de la noche, en tu cuarto, reuniste el grupo de los muchachos en que creías y te habían ayudado desde hacía un poco de tiempo y con ellos fundaste la Congregación Salesiana.
Querido Don Bosco te queremos pedir: Cree de nuevo en nosotros para que seamos salesianos santos, para que seamos como tú lo quieres, para que seamos una realidad de Familia Salesiana en que tú te reconozcas, que seamos parte de la historia con el Carisma Salesiano, creyendo en él, sin debilitarlo, sin empobrecerlo, enriquecidos por tu amable visita y por tu dulce presencia.
Gracias, Don Bosco, por haber venido. ¡Bienvenido querido Don Bosco! Nos sentimos en familia. Tú estás con nosotros! Antes de irte nos darás tu bendición de María Auxiliadora. No te olvides de la latitud geográfica de nuestra patria, ni la dirección de calles y carreras… Carrera quinta con calle octava, la Casa Madre de la obra salesiana en Colombia.
Don Bosco, llévanos en tu corazón y en tus labios. Te tendremos en nuestra vida, en nuestra fidelidad y en nuestra entrega siendo de verdad y con toda fidelidad a ti tu Familia Salesiana”. (Santuario Nacional de Nuestra Señora del Carmen ante la urna de las reliquias de Don Bosco en la concelebración eucarística 15 de Mayo del 2010).
“Cuando el Santo Padre, hoy Beato Juan Pablo II, me preanunció mis Bodas de Oro, al comentarle yo que acababa de celebrar mis Bodas de Plata y poniéndome la mano en el hombro me dijo: “Prepara bien tus Bodas de Oro porque vas a llegar”. Y eso se cumplió hace cinco años. Hasta ahí alcanzaba la profecía. Yo no he contado con más tiempo, por eso a mí me sorprende estar celebrando hoy en día, cincuenta y cinco años de Ordenación Sacerdotal. Y celebrarlos por una feliz coincidencia en la liturgia del Sagrado Corazón de Jesús, cuando el pensamiento que tenemos hoy, en la Palabra Divina transmitida por San Juan y por San Mateo, está radicado en el amor y también en la verdad.
De modo que estos dos términos, el uno se significa con el otro. Amar y tener la verdad, en el sentido divino, es la misma cosa y no amar es no tener la verdad. Dios es amor y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en Él y cuando no creemos en el amor, tampoco estamos creyendo en Dios.
En mis cincuenta y cinco años de vida sacerdotal, yo me he sentido rodeado, acompañado y sostenido por mi Comunidad Salesiana aquí representada en el Padre Director, Roberto Devia, en el Padre Martín Mendoza y el Padre Martín Pongutá; otro hermano está en este momento en retiros. Por mi familia aquí presente, que ha creído en mi sacerdocio, que me ha pedido mi servicio sacerdotal y por cada uno de ustedes, mis amigos, recordando lo que significa la palabra amigo en el Evangelio. El Santo Padre al celebrar los sesenta años de su vida sacerdotal el pasado 29 de Junio, decía que le quedó como recuerdo imborrable aquella frase: “Ya no los llamaré siervos sino amigos”. En este sentido el amigo es el que conoce el misterio de Dios, el secreto de Dios, el que está envuelto por la realidad de la Encarnación del Verbo Eterno en la persona adorable de Jesús. Entonces decir, ustedes mis amigos, significo y lo quiero decir así, en el sentido de Cristo, ya no los llamo siervos, los llamo amigos. Al contrario, en mi vida sacerdotal yo tengo que llamarme siervo de mis amigos porque el Señor me llamó al servicio apostólico de aquellas personas que quiso unir a mi vida en el misterio de la Redención.
Si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos los unos a los otros. Ésta es una gran verdad que traduce y lleva a la práctica y realiza en plenitud, la palabra amor. Así tengo que decirle a cada uno de ustedes, gracias por amarme. Y quiero decirle a cada uno de ustedes que le doy gracias a Dios por permitirme amarlos. De modo que estamos en una conjugación mutua del amor, en el sentido, en que Dios nos amó de esta manera. El amor, es la prueba de la existencia de Dios. Donde no hay amor, no está Dios. Y lo que dice el Apóstol San Juan, “Hemos creído en el amor porque Dios nos amó primero”, es la verdad que estamos viviendo, sintiendo, realizando en esta Eucaristía.
Fiesta del Corazón de Jesús. Nosotros adoramos el amor divino hecho humanidad. El amor divino que se encerró, en el corazón del Hombre-Dios desde que comenzó a palpitar en el seno de María. Si como dice el evangelio de San Lucas, “el niño que llevaba Isabel en su seno, saltó de gozo” ante la presencia del niño que llevaba María Santísima en sus entrañas, esto significa el amor de Cristo, aquellas emociones que caracterizan el amor humano y que a veces se convierte en un corazón que palpita más aprisa, como muchas veces lo pudo sentir la persona adorable del Señor.
Este misterio de creer en el amor, y de creer en el amor como verdad, porque sentimos y reconocemos el amor que Dios nos tiene, este misterio, se revela como dice Jesús en las palabras de San Mateo, “no a los sabios y entendidos sino a la gente sencilla”. Es una revelación de Dios el vivir continuamente envueltos en el amor de Cristo que nos transmite el amor de Dios y al que correspondemos nosotros, creyendo que Dios es amor.
El corazón, no es solamente el símbolo del amor. En realidad, en la misma realidad biológica que nosotros somos, el amor tiene que ver con la marcha de nuestra naturaleza humana. Sin amor no podríamos vivir y sin el amor de Dios no podríamos existir. Dios quiso que nosotros tuviéramos en el sacerdocio, una prueba de su amor. Es el amor que siente el enfermo cuando recibe del sacerdote una frase de cariño. Cuando se siente apoyado por la santísima Eucaristía. Cuando uno tiene que llorar y el sacerdote comparte sus lágrimas, uno siente que Cristo está compartiendo lo que nosotros somos. Cuando dice Jesús, “todo me lo ha entregado mi Padre y nadie conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Padre se lo quiera revelar”, estamos hablando del conocimiento de Dios, pero lo entendemos como un conocimiento de experiencia, sentimos el amor de Dios en nuestra vida. Creo que toda vocación sacerdotal solamente puede definirse como un refinamiento del mandato de Cristo: “Ámense los unos a los otros como Yo los he amado”.
En otras palabras, cuando uno se siente ordenado sacerdote, lo experimenté hace cincuenta y cinco años, entonces uno entiende que tiene que ser para cada uno de los que llegarán a su camino sacerdotal, tiene que ser la prueba, el testimonio, la presencia del amor de Dios. Y así como nos dice el Evangelio, que “nadie conoce al Hijo sino al Padre y nadie conoce al Padre sino el Hijo”, estamos pues ante esa gran verdad que el Apóstol San Juan define: “Dios es amor”.
Les pido su oración, para que el cariño que ustedes me dan, yo sea capaz de devolverlo. Para que el apoyo ustedes me hacen sentir, yo sea capaz de brindarlo. Y para que yo sea capaz de leer en su actitud de bondad, de acompañamiento, actitud amorosa que Dios ha puesto en su corazón, que yo pueda leer la expresión de Jesús, “ya no los llamaré siervos sino amigos”, sino que el que tiene que llamarse siervo de cada uno de ustedes, soy yo en mi sacerdocio salesiano, según Don Bosco.
Don Bosco, fue la bondad personificada. Don Bosco educó en el amor. La clave de la educación es el amor. Nuestros Exalumnos aquí presentes, lo están testimoniando. He recibido cantidad de mensajes en que dan gracias por lo que fue su vida en el colegio salesiano. Una vida conducida en grandes valores, como el que somos hijos de Dios, que la Providencia Divina vela sobre nosotros y que es tal el amor de Dios que Jesús nos entregó a María Santísima como madre nuestra, desde la realidad terrible y misteriosa del Calvario.
Cargar con “el yugo del Señor que es amable”. Pero sobre todo pídanle a mi Dios que yo aprenda de Él, el ser manso y humilde de corazón y que toda vez que nos comuniquemos, ustedes puedan sentir esta realidad, de la presencia del Señor, a través, por intermedio, de mi ministerio sacerdotal. Que el corazón de Jesús nos encierre en Él, pasando por la llaga del costado, que conozcamos a Dios, como Dios amó y que el conocimiento se traduzca en el amor y el amor, es el único conocimiento que podemos tener de Dios y de cada uno de los que somos creaturas de Dios, por la bondad infinita de nuestro Divino Salvador.
Continuaremos nuestra Eucaristía, donde yo, quiero ofrecer su presencia, su cariño y su bondad, como ofertorio y donde quiero poner también mis cincuenta y cinco años de vida sacerdotal muy particularmente en lo que tiene de relación con cada uno de ustedes. ¡Dios les pague!”.
Bogotá, D.C., Julio 1° del 2011, Santuario Nacional de Nuestra Señora del Carmen.
Estamos en el esplendor de la Pascua, en el fulgor de Cristo resucitado, en ese Jesús que se hace presente para que lo vean, para que lo sientan, para que lo toquen, que llega con una serie de delicadezas como preparar el almuerzo a los discípulos, al lado, a la orilla del lago. Ese Jesús “Soy yo, no teman” que muestra su realidad y que al mismo tiempo, muestra su trascendencia. Ese Jesús, que nos llena de alegría porque lo necesitamos vivo, con nosotros. Y hoy es un día particularmente luminoso, por la beatificación de Juan Pablo II.
Ese gran Papa que un día visitó a Colombia, llenó la plaza de Bolívar, dirigió la palabra a todos los colombianos, se arrodilló en la cruz erigida en nombre de las víctimas de Armero, entró a una humilde chozita en Tumaco e impidió que a un indígena que presentaba las quejas de su raza, no lo dejaran hablar. Y él mismo le recibió el discurso y le dijo “lo voy a leer con toda mi atención”. “Desde cualquier punto donde me encuentre- dijo en suelo colombiano mi palabra se dirigirá a todos los colombianos, a todos y a cada uno de los sectores del pueblo de Dios que peregrina en esta tierra. Vengo a compartir la fe de ustedes, sus afanes, sufrimientos y esperanzas. A todos vaya desde este primer momento mi saludo especial y mi bendición. Sí pasaré por todas partes bendiciendo”.
Era un anciano de 84 años, 10 meses y 15 días cuando les dijo a los suyos “déjenme ir a la casa del Padre”. Cuando emitió su último pensamiento para la inmensa muchachada que estaba cerca de su ventana cantando himnos y elevando oraciones y cuando entregó su alma al creador. Había sido Papa por 26 años, 5 meses y 17 días. Como lo señalaba el Santo Padre en su homilía de hoy, “la grandeza de Juan Pablo II por la cual se produce su beatificación no es el que haya recorrido todo el mundo, ni el que haya congregado multitudes, ni es el magnetismo de su persona, es su espíritu de oración, de unión con Dios. Verlo arrodillarse y orar era un espectáculo indescriptible, él, se sumergía en la oración. Por eso, como lo recordaba el Papa esta mañana, la multitud comenzó a gritar “santo súbito” que lo canonicen en seguida. Hubo la prudencia de la Iglesia, se comenzó a esperar y a examinar toda su vida.
Hubo un milagro realmente portentoso, el de una joven religiosa dedicada a una clínica de maternidad. Ella estaba con Parkinson; la hermana Marie Simon Pierre. Y ella lo decía “fui curada de la enfermedad por el Papa que no fue curado de la suya”. Entonces se impuso esa figura de santidad. Porque la santidad es el llamamiento apremiante que nos hace Dios en la Pascua, en la aparición de hoy, “reciban al Espíritu Santo” y “a los que perdonen los pecados les serán perdonados y a los que se los retengan, les serán retenidos”. Es un mandato de santificación del mundo, de conversión de todos. Juan Pablo II: ¡qué grande Papa, qué figura esplendorosa en el firmamento de la Iglesia!
“Veintidós días blancos” es el título del libro sobre su estadía en Colombia, sus homilías, sus gestos, sus encuentros con la gente. Cuántas anécdotas de un Papa que no tuvo inconveniente en increparle a un tirano africano que él había matado muchísima gente y que cuando llegó por ejemplo al Perú y estuvo en Iquitos y le advirtieron que mas allá de unos chamizales estaba Sendero Luminoso, una guerrilla crudelísima, el Santo Padre pidió un megáfono, se subió a un lugar junto a esa cerca y los increpó, para que no siguieran matando y cometiendo crímenes horrendos.
Era un hombre de incomparable valor. Lo vimos en su máxima debilidad, cuando cayó con la bala del asesino y en su máxima grandeza, cuando fue a visitar en la cárcel a Alí Agca le dijo “vengo a perdonar” y un corazón de asesino como él , lo único que pudo decir fue “no me explico por qué Ud., está vivo”. Nosotros nos explicamos muy bien, Dios nos lo quería conservar y por eso podemos celebrar este día esplendoroso de la Pascua con su beatificación.
La prensa colombiana ha hecho comentarios. El Espectador de ayer traía varios artículos, El Tiempo le dedicaba un editorial muy laudatorio, pero quería mostrar especialmente los puntos en que el Papa era criticable: “un Papa conservador”. ¿Qué se quiere decir con ser conservador? No estamos en ese partidismo ya tan decrépito en Colombia. Se quería referir a un Papa que ama y defiende la tradición de la Iglesia. Y un Papa que conserva una moral anacrónica para el escritor de El Tiempo. Hoy tendríamos que tener un Papa abortista, que aplauda la homosexualidad, que deje pasar la sacralidad del matrimonio sin que importe el divorcio o cosas por el estilo. Precisamente los motivos por los cuales este Papa, maestro de la fe, es hoy beato, son los motivos que al editorialista de El Tiempo, no le parecen. ¡Qué autoridad tan grande la de este editorialista! Los lunares que quiere presentar, quisieran un Papa que se lanzara a un desfile de orgullo gay o cosas por el estilo. La fe en Jesucristo tiene sus exigencias y el Papa las supo defender, hablando con firmeza delante del mundo entero, de cristianos y de no cristianos, hablando con toda firmeza en las Naciones Unidas y en muchos foros que no siempre le eran amigables.
¡Qué Papa tan grande hemos tenido! Los estudiosos sociales le atribuyen una gran acción en el derribamiento del muro, en otras palabras, en la caída del comunismo y en el hundimiento de todo lo que era la Unión Soviética. Igualmente fue firme el Papa ante el capitalismo que llamó salvaje y están sus grandes encíclicas sociales. Fue Juan Pablo II el Pontífice que mas escribió entre todos los Papas, sobre el tema social. Recordemos cuando comenzó su pontificado, cuando dijo “abran las ventanas y no teman a Cristo”; los mensajes que dejó a los jóvenes, aquello último que medio susurró: “yo busqué tanto a los jóvenes y ahora ellos me vienen a buscar a mí” para acompañarlo en su tránsito a la casa paterna.
Lo vimos, muchos de nosotros quizás estuvimos presentes en alguna de sus pasadas por las calles de Colombia. Yo tuve la felicidad de hablar dos veces con él y en una vez cuando le dije “Santidad acabo de celebrar mis bodas de plata sacerdotales, me puso la mano sobre el hombro y me dijo, prepara bien tus bodas de oro, porque vas a llegar”. Me quedé desconcertado, no entendí, pasé mucho tiempo reflexionando y aquí en esta iglesia se cumplió ese anuncio que me hizo el Papa Juan Pablo II; él ya estaba en el cielo cuando celebré mis bodas de oro sacerdotales.
Hoy es un día de fiesta, hoy es un día grande, porque fue el Papa de la paz, del diálogo ecuménico, del acercamiento, de la preocupación por los más pequeños, por los más necesitados. Porque vino a nuestra patria como mensajero de paz, porque se irguió sin miedo alguno delante de los poderes del mundo y dejó para siempre sentada en su voz, la palabra de Jesús. Démosle gracias a Dios por esta beatificación, de ese Papa medio retrógrado y medio conservador, según el editorial de El Tiempo. De un Papa que no fue traidor al Evangelio, de un Papa que supo guardar la verdad de Jesucristo. De un Papa que besó el suelo colombiano y se hincó en memoria de las víctimas de Armero. De un Papa que bendijo nuestra patria. De un Papa que beatificó y canonizó un número mayor que todos los Papas anteriores desde el inicio de la Iglesia, para mostrarle al mundo la ejemplaridad de la santidad y para convocarnos a todos a la santidad.
Quiero concluir con una oración que el Santo Padre Juan Pablo II escribió para su visita a la Virgen de Lourdes:
Ave María mujer pobre y humilde, bendita del Altísimo, Virgen de la Esperanza, profecía de los tiempos nuevos, nosotros nos asociamos a tu canto de alabanza para celebrar los misterios del Señor, para anunciar la venida del Reino y la plena liberación del hombre.
Ave María, humilde Sierva del Señor, gloriosa Madre de Cristo, Virgen fiel, morada santa del Verbo, enséñanos a perseverar en la escucha de la Palabra, a ser dóciles a la voz del Espíritu Santo, atentos a sus llamados en la intimidad de la conciencia y a sus manifestaciones en los acontecimientos de la historia.
Ave María mujer del dolor, madre de los vivientes, Virgen-esposa ante la cruz, nueva Eva, se nuestra guía por los caminos del mundo; enséñanos a vivir y a difundir el amor de Cristo, a permanecer contigo junto a las innumerables cruces sobre las cuales tu Hijo está aún crucificado.
Ave María, mujer fiel, primera discípula, Virgen madre de la Iglesia, ayúdanos a dar siempre razón de la esperanza que está en nosotros, confiando en la bondad del hombre y en el amor del Padre. Enséñanos a construir el mundo desde dentro, en la profundidad del silencio y la oración, en la alegría del amor fraterno, en la fecundidad insustituible de la cruz. Santa María Madre de los creyentes, ruega por nosotros Amén. (Mayo del 2011)
Sinteticemos algunos aspectos que en la fiesta de Don Bosco son tan significativos: hablamos de Don Bosco como alguien que marcó nuestra vida y que sigue conduciendo nuestra existencia.
Se nos invita en la lectura de San Pablo a la alegría como condición de la vida. Don Bosco nos educó para la alegría. Bien puede ser que habiendo pasado tanta vida, nos preguntemos si es posible tener alegría. Tenemos que encontrar cómo redefinir nuestra existencia en el sentido de que valga la pena gustarla y vivirla.
El Evangelio nos habla del niño. Esa historia salesiana que empezó para ustedes y para mí cuando éramos niños. Cuando llegamos al colegio salesiano: todo cambiaba en nuestro horizonte y comenzaba a tener significado novedoso, con el deporte, el teatro, las orquestas, los coros, la dimensión total del “patio”, punto de partida y marco para nuestra formación intelectual.
Para las generaciones jóvenes el canto gregoriano que acaban de escuchar, además de solemne, puede parecerles extraño. No es el canto ni el ritmo al que ustedes están acostumbrados en las Eucaristías. Pero para todos nosotros tiene esa evocación, con un significado especial y sentido de solemnidad, que generaba el mismo sobrecogimiento que hoy nos brinda y que realmente nos ayudaba a recogernos con la grave solemnidad de sus notas. Hemos cantado en el griego de la liturgia y en el ritmo gregoriano el aleluya pascual: es un himno a la alegría.
En este marco de remembranzas que nos sale del alma y nos llega al corazón, nos podemos centrar en nuestra reflexión sobre quién es Don Bosco hoy para cada uno de nosotros.
En la ciudad de Bakú, situada en casi una antípoda de nuestra tierra, Eduardo Ospina, exalumno de Neiva, esposo de Toya, que está trabajando allá, el 24 de Diciembre en país extraño, lengua extraña, comenzó a buscar un templo católico. Por fin pudo entrar a una iglesita: descubrió con sorpresa, la imagen de María Auxiliadora. Se le despertó todo su sentido de identidad. Lleno de emoción se acercó al sacerdote y le preguntó qué lugar era aquél. El sacerdote le explicó: “Nosotros somos Salesianos”. Eduardo se presentó y definió: “Yo soy Exalumno salesiano”. Identidad salesiana. Don Bosco nos la dio en la devoción a María Auxiliadora. Don Bosco nos sigue acompañando, nos sigue diciendo también en este nuestro ahora, que ella nos cubre con su manto maternal. Nos pide, entonces, estemos a la altura de nuestra condición filial, que aquello que aprendimos no lo dejemos, como aquella semilla de la parábola, en tierra estéril o sofocar por las espinas, sino que germine en nuestra vida.
Todos nosotros necesitamos una identidad. Nos sabemos de memoria el número de nuestra cédula pero ¿hasta qué punto nos identifica? Nuestra identidad es siempre hacia alguien y, a pesar de todas las circunstancias de la vida, de todas las tempestades de las que tenemos imagen en la última tempestad arrasadora de tanta humanidad en regiones lejanas cuyo drama hemos visto tan cercano por los medios de comunicación social, tenemos un yo, una personalidad que hemos elegido y hemos ido labrando, que no se puede encajonar en un número. Somos historia, una biografía y en esa biografía ustedes lo están demostrando con su presencia, Don Bosco tiene tanta importancia.
Querer a Don Bosco…como aquél grupito de Exalumnos que se fue con Carlos Gastini a la cabeza a felicitarlo en el día de su cumpleaños. Fue toda una sorpresa. Don Bosco los recibió con emoción, sonrisa y lágrimas. Los identificó uno por uno. Ya eran adultos de trabajo, curtidos también por la vida que en ese momento era tan exigente para poder sobrevivir en el capitalismo inicial. Venían de los talleres, de las fábricas, venían con lo que significa haberse tenido que luchar tanto para ganarse un pan. Y Don Bosco los miró a cada uno: Carlitos, le dijo a Carlos Gastini, y a los demás exactamente les dio su nombre en diminutivo.
Él se sentía padre, y llamaba a sus hijos con esa ternura, como hoy seguramente en su día nos reconoce y nos dice por nuestro propio nombre, con diminutivo, nos recibe con afecto, y lo más hermoso de todo, recibe nuestro afecto. Una vez más como padre y maestro, nos muestra a María Auxiliadora. Esa imagen que se nos quedó grabada, algo que marca nuestros corazones, algo que no da personalidad. Nos identificamos en la devoción a María Auxiliadora y en el cariño por Don Bosco. Nos sentimos amados por él, Don Bosco nos quiere. Somos un pequeño grupo de millones de Exalumnos salesianos.
Hace poco, unos pocos meses, emergió para nuestro conocimiento un brillante ingeniero Alberto Marvelli, italiano, que durante la guerra estuvo salvando vidas, escondiendo judíos, como la Iglesia entera estuvo abierta para salvar a las víctimas de la guerra. Era el muchacho deportista, del oratorio festivo salesiano. Algún día, viendo que las cosas, para cambiar, necesitaban su trabajo político, se enroló en dicha actividad, defendiendo candidaturas, en un intenso tejemaneje de la vida civil, combativa pero llena de ideales. Murió en un accidente de tránsito. El Papa lo beatificó recientemente. Un modelo de Exalumno salesiano que tradujo en el servicio profesional, político y civil lo aprendido de Don Bosco.
Pier Giorgio Frassati, otro muchacho formado a la salesiana, hoy en día Beato. Se realizó también en el mundo de la lucha política. Ahora cuando hay tanta confusión, cómo se necesita esa militancia salesiana que traduzca, un cristiano con una honestidad transparente y diamantina para construir, o mejor, reconstruir el andamiaje social. Nos ilumina también la figura de otro exalumno, carabinero, un uniformado. Tenía que vivir la disciplina militar en su servicio a su patria italiana en el mantenimiento del orden. Un día en que los nazis iban a fusilar a un grupo de personas, se interpuso y lo mataron a él, pero salvó unas cuantas vidas. Yo estuve en el lugar de su martirio.
Recordemos que en los campos salesianos se juega, y el juego se convierte en santificación. Nuestro historial de patio salesiano, los campeonatos de fútbol, de bicicleta, de pelotica, las alegrías de las fiestas: estos recuerdos no son sólo para evocarlos. Son para orientar hacia el futuro, para nuestra vida siga teniendo ese tiene salesiano de la devoción a María Auxiliadora, de la alegría y del cariño a Don Bosco. De la solidaridad con los más necesitados. Lo estamos viviendo hoy. Podemos imaginar la sonrisa de Don Bosco, la queremos no sólo imaginar sino vela. Estamos seguros de que flota sobre nosotros. Don Bosco nos está mirando y nos dice como a Gastinni: “¡Carlitos, qué sorpresa!”. Don Bosco ¡Feliz cumpleaños!...un fuerte aplauso en la alegría. Luego, Don Bosco, de su pobre faltriquera y de su pobreza generosa les hizo una pequeña atención a sus Exalumnos que habían ido a darle ese abrazo, que nosotros le estamos dando en este día. Él nos dice una vez más con su acento de Padre y Maestro: ¡Bienvenidos! Sigamos nuestra Eucaristía con esa bienvenida de Don Bosco. (Homilía 31 de Enero del 2005, Fiesta de Don Bosco, con los Exalumnos).
“He venido al mundo para ser testigo de la verdad”, dijo Jesús. Y la verdad es el amor de Dios en nuestra vida, el reinado de Cristo en la conducción de nuestra existencia por los mejores caminos. Por eso a mí me condujo a Agua de Dios. Hace cincuenta años recién ordenado sacerdote yo estaba aquí: había predicado en San Rafael a las Hermanas de la Presentación su retiro. Y en realidad, Dios me encadenó a esta querida ciudad. Son esas cadenas de las que habla San Pablo y que se llevan siempre por el amor de Jesucristo.
Hoy, aquí está congregada su amistad. Así me encontraba en nuestras calles, cuando nos saludábamos siempre con nuestro propio nombre, nos conocíamos, nos reconocíamos, eso es ser amigos y amigos de verdad. El haber tenido la gracia incomparable en 1962 de estar trabajando aquí, el 15 de agosto, en que hicimos la Jornada del Dolor. El haber conocido a muchos de ustedes en su edad juvenil, haberlos visto madurar, el saber nosotros que estábamos escribiendo la historia de una ciudad muy querida, particularmente en el mundo salesiano, Agua de Dios.
Estamos muy cerca del recinto que alberga las cenizas de aquel visionario Miguel Unia, que le abrió al carisma salesiano rutas insospechadas. Y aquí en esta iglesia, donde el Padre Luis Variara hizo la primera Semana Santa con el desclavamiento de la cruz dramatizada con las imágenes de tamaño natural que había traído de Italia. Recorremos los caminos que él recorrió. Uno que está hoy en el honor de los altares y nosotros recorremos los días, las calles que fueron su rutina.
Y aquí estamos: somos protagonistas de la historia, de la historia de Dios en Agua de Dios. Es amable decir que aquí la escribimos y que nuestra fe cristiana ha proclamado siempre el reinado de Cristo, que es un reinado de servicio, de abnegación y de esperanza. En épocas pasadas y también actualmente, nos preguntamos ¿porqué la enfermedad? Y la única respuesta que hemos tenido, es acompañar al hermano que sufre, hacerlo sonreír, estar con él. Llegó también el momento en que aquí, en este templo parroquial, les dimos a tantos hermanos el último abrazo, en la esperanza del reencuentro, luego de la resurrección de todos.
¡Qué don de Dios para mí pertenecer a este grupo de salesianos que desde 1891 estuvieron aquí con los enfermos!: Rafael Crippa, y luego un seminarista, Luis Variara. Había un Coadjutor Juan Lusso, jovencísimo. Podríamos trazar una historia de nombres maravillosos que nos quisieron en su presente y en el futuro que somos, nos precedieron y desde la patria celestial, nos acompañan.
¡Qué hermoso estar viviendo nuestra fe cristiana, como una fe de esperanza! Esperar…es esa fe que nos pone en seguida a caminar y por eso se llama esperanza…aquí en Agua de Dios donde se aprendió a querer a Don Bosco, donde campea la devoción a María Auxiliadora, donde en todos los hogares la puerta está abierta siempre a la visita que viene, o aquella visita por la que nos ponemos en camino. Esa historia es de Cristo Rey. Porque el reinado de Cristo, no es de dominio, es recorrer, caminar, encontrarse, sonreír, tocar la llaga de quien está doliente, sanar, desde la solidaridad del Señor, con nuestros propios dolores y recibir el perdón de nuestras faltas de parte de aquel, que no teniendo pecados, sin embargo Dios lo hizo nuestro pecado, para podernos redimir: Cristo Jesús.
Es lo que nosotros creemos. En la historia, esta fue la ciudad del dolor. En la fe y en el amor, se transformó en la ciudad de la esperanza. ¡Agua de Dios! Nunca le cambiaríamos el nombre, ni la realidad de que nació cuando aquellos antepasados fueron sacados violentamente de Tocaima, porque su presencia no era más tolerada. Así ellos se reunieron e hicieron una ciudad de puertas abiertas a la presente, con el “Bienvenido cordial”, con la mirada bondadosa, con la sonrisa sincera, con la mano tendida. Es que el corazón se sabe desbordar.
Nombres: los nuestros…el nombre de cada uno de nosotros, somos parte de esta historia. Nos hemos reunido particularmente en la Semana Santa: El lavatorio de pies…el beso sobre cada pie cansado. La distribución de la Eucaristía, el sacramento del amor, la memoria de la institución del sacerdocio. Y nos han faltado tantos nombres, algunos difíciles de pronunciar. Muchos venían de allende el mar…habían dejado sus comodidades, su Europa culta y civilizada para venir aquí, a hacer humanidad salesiana y transformar esa realidad que hoy es la realidad de la esperanza.
El Viernes Santo: nos hemos congregado ante el Cristo colgado de la cruz, hemos ido reflexionando sobre cada una de sus circunstancias y, al besar sus llagas, hemos sentido la divina presión de sus besos. Nuestras calles fueron testigos de un ataúd más, pero esta vez llevaba los despojos del hombre Dios, a distintos “humilladeros” donde lo visitamos conmovidos y con inmensa ternura. Pascua: lo aclamamos resucitado, venderos, triunfante. Es aquél que con su muerte venció nuestra muerte y con su resurrección, nos dio la vida.
En esta querida ciudad, en la Pascua del año 34, se celebró con exultación la canonización de Don Bosco. Era Pascua. Don Bosco…había llegado aquí en sus primeros hijos y sigue y seguirá llegando. El Padre Luis Variara, nuestro beato, comprendiendo el espíritu de Don Bosco creó en toda la ciudad la alegría del Oratorio Salesiano, la banda musical, los coros alegres y sonoros, el teatro. No nos podíamos encerrar en la vergüenza del desprecio con que nos rodeaban; la banda salió a dar conciertos a otras partes. Quedaron ecos de gloria y páginas inmortales de la música del Padre Luis Variara junto con la del maestro Calvo y otros cánticos. Un Padre francisco Van Galen con su devoción mariana, un Padre Juan Elsakkers que transformó la estructura de nuestra ciudad. Tantos más. Uno no se atreve a decir que es su sucesor. Es imposible suceder tanta grandeza y tanta capacidad de servicio. Son parte de nuestra historia, nosotros que somos testigos lo sabemos y lo agradecemos.
Y hoy nos reunimos alrededor de mi sacerdocio salesiano. Cincuenta años…Algún día, de profunda desolación de mi vida, cuando yo tenía que estar alejado de Colombia y vivía en Roma, y tuve la gracia incomparable de celebrar la Santa Misa con el Papa Juan Pablo III, en un momento de coloquio particular le dije: “Santidad, acabo de celebrar mis bodas de plata sacerdotales”. El Papa me puso la mano sobre el hombro y me dijo una frase perentoria: “Prepara bien tus bodas de oro, porque vas a llegar”. Fue una profecía…Y aquí estoy, en el cumplimiento de esa profecía. Hace veinticinco años, también la Agua de Dios entonces celebró mis bodas de plata el 16 de julio fiesta de la Virgen del Carmen y ahora las de oro en esta fiesta de Cristo Rey.
Me siento peregrino en medio de ustedes, me siento peregrino con ustedes…Gracias por esa acogida siempre tan cordial y tan sincera, por su capacidad de perdón sobre mis debilidades humanas y por la voz de aliento que me dan para que siga caminando. Las limitaciones humanas nos llegan a todos con la edad. Pero son las dificultades humanas las que nos van forjando. Hemos perdido la agilidad de otros tiempos pero hemos crecido en la capacidad de amar, de ser amigos, de querernos, y de que yo pueda decir, “quiero a Agua de Dios con toda el alma” y de que sienta el eco de su respuesta.
Y así como hoy nos congregamos en un sentido de fiesta agradecida, algún día y no es lejano, nos iremos reuniendo en la casa del Padre…y allá seremos la colonia de Agua de Dios. ( P. Jaime Rodríguez F SDB. Homilía de celebración de sus Bodas de Oro en la Catedral de Agua de Dios, Noviembre 26 del 2006).
El Evangelista San Lucas nos trae en su Evangelio, el anuncio del ángel a la Virgen María. Es un momento profundo, en que María entra en la intimidad del misterio de Dios. Y lo hace con palabras muy sencillas: “Aquí está la esclava del señor, hágase en mí, según su Palabra”. Y en aquel instante benditísimo el Verbo de Dios se hizo carne en sus purísimas entrañas y Dios comenzó a habitar como uno de nosotros en la historia de la humanidad.
La recibió de María, desde el primer instante de su ser natural, durante nueve meses en el útero materno, hasta que nació en Belén. La vida de Jesús, depende de la vida de María. Está íntimamente unida a la vida de María. Jesús, María, los dos caminan por treinta años de la vida de hogar de Jesús en Nazareth y después el Hijo del Hombre, se separa de su hogar y comienza la vida pública de la predicación del Reino.
Solamente una vez el Evangelio, nos habla en esa vida pública, de la íntima unión de Cristo con María. Es en las bodas de Caná; una frase sencilla de María: “No tienen vino”. Una respuesta misteriosa de Jesús: “Este no es problema nuestro, mujer, mi hora no ha llegado todavía”. Y María añade otra expresión: “Hagan lo que Él les diga”. Se cumple el primer signo: el agua se convierte en vino, podríamos decir, que al imperio amoroso de la madre, y después, solamente la encontramos en el momento del Calvario, como nos dice el Apóstol San Juan. La Madre estaba de pie, erguida, junto al dolor del Hijo. En una íntima y misteriosa comunión con Él. En una soledad profunda, terrible y dolorosa. “La Madre piadosa estaba junto a la cruz y lloraba, mientras el Hijo pendía, cuya alma triste llorosa, traspasada y dolorosa, fiero cuchillo tenía”.
El dolor inconmensurable de Cristo. La soledad de su misterio, que se proyecta en la soledad, que vive María y que rememoramos en todos los Viernes Santos de la historia humana, mientras sabemos, que ella lo dejó en el sepulcro, y que ella apenas recibió el apoyo de San Juan, que la llevó a su casa. ¡Qué comunión tan grande la que se estableció en el momento del ángelus y que rompimiento tan cruel tan doloroso el de la muerte de Jesús que llenó de interrogantes profundos, de sollozos y de tristeza, el alma de María! ¿Habría soñado, en el momento del ángelus cuando cerraba los ojos por el dolor y lo contemplaba al Niño creciendo a su lado? ¿esperaba una muerte tan dolorosa? ¿Se había equivocado en el sí que propició la maternidad divina? ¿Habría entendido mal el anuncio del Ángel? El misterio ue había palpitado en sus entrañas ahora la desgarraba.
Un dolor infinito. “Oh cuán triste y afligida se vio la Madre bendita de tantos tormentos llena cuando triste contemplaba, y dolorosa miraba, del Hijo amado, la pena”. Solamente ella podía estar tan cercana a su dolor. Solamente ella, podía tener tantas frustraciones en su amor. ¿Qué significaron las horas que vivió después de la sepultura de Jesús? ¿Qué significó, el que su mente llena de tinieblas, apenas pudiera recordar la promesa del tercer día? Ella, se vio sometida al misterio de la muerte, sumergida en su dolor, en el absurdo de la separación, por los pecados del mundo, “vio a Jesús en tan profundo tormento. La dulce Madre vio morir al Hijo amado, que rindió desamparado el espíritu a su Padre”.
Los sentimientos que tuvo María después del ángelus y que la llevaron a la casa de Isabel, y florecieron en el himno de agradecimiento a Dios: “Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador, porque ha mirado la pequeñez de su esclava”. Ahora, ¿Quién la miraba? ¿Quién podía penetrar en lo profundo de su sollozo? ¿Quién podía decirle que estaba al lado de su dolor, si era un dolor inconmensurable. Nadie. Había que mirar en silencio respetuoso la agonía de sus ojos, el temblor de sus labios y escuchar sus palabras entrecortadas. ¿Cómo pudo resistir tanto dolor, sin que se despedazara su corazón lleno de ternura? La había rodeado el odio, como rodeó a su Hijo. Todas las injurias contra el Hijo, las sintió, como dirigidas a la Madre, porque los verdugos no hacían separación entre el Hijo y la Madre. ¿La percibieron? ¿La sintieron como Madre al pie de la cruz? ¿Tuvieron algún respeto por el sufrimiento de esta mujer cuando la vieron sollozar amargamente en toda su dignidad de Madre inocente? La Madre del condenado como criminal a la cruz. ¿Sintieron dolor o una sonrisa de crueldad apareció en sus labios?
“Oh dulce fuente de amor, hazme sentir tu dolor, para que llore contigo y que por mi Cristo amado, mi corazón abrasado, más viva en Él que conmigo”. El dolor de María, que solamente podía ser comparable a su amor, y su amor no tenía medida para la mente humana. Era una mujer desolada, llena de sufrimiento. Una víctima también de la Pasión de Cristo. Allí está, de pie. Allí lo recibió en sus brazos amorosos, con sus besos, quiso borrar las blasfemias pronunciadas contra Él. Los escupitajos que caían en su rostro. Era su Hijo. El Hijo de las entrañas, el Hijo del misterio. Aquél que había estado tan cerca de ella, y el que ahora, estaba tan lejos, porque parecía que se hubiera sumido para siempre en la nada. “Y que porque amarle me anime, en mi corazón imprime, las llagas que tuvo en sí y de tu Hijo Señora divide conmigo ahora las que padeció por mí”.
María sola, terriblemente sola. La dolorosa. “Oh ustedes que pasan por el camino, miren si puede haber un dolor semejante a mi dolor. Hazme contigo llorar y de veras lastimar con sus penas mientras vivo, porque acompañar deseo en la cruz donde le veo, tu corazón compasivo”. Compasión. ¿Podríamos tener compasión de Cristo? si el que tuvo que tener compasión de nosotros era Él y por eso recibió su Pasión y su muerte. ¿Podemos tener compasión, es decir sufrir a la par con aquella Madre del ajusticiado? no lo podemos medir, no lo podemos decir, apenas lo podemos desear. “Hazme contigo llorar y de veras lastimar de sus penas mientras vivo, porque acompañar deseo en la cruz donde le veo, tu corazón compasivo”. Tengo que ofrecerle mi compasión o ¿tengo que suplicar su compasión de Madre sobre esta filiación misteriosa que ella recibió en el Calvario?
¿Cuál pudo ser su acto de fe cuando Ella vio que le decían “ahí está tu Hijo” de pronto coincidió con uno de esos gritos insultantes de la multitud. María, escuchó el grito pero había almacenado en su corazón las palabras que le vinieron de la cruz. “Virgen de vírgenes santas, llore yo con ansias tantas, que el llanto dulce me sea, porque su Pasión y muerte tenga en mi alma de suerte que siempre, sus penas vea”.
El Viernes Santo de Jesús, el Viernes Santo de María. La crucifixión de Jesús, y la crucifixión espiritual de María a los pies de la cruz. Su dolor, mi dolor, nuestro dolor. ¿Podré sufrir yo tanto como sufrió ella?, ¿podré acercarme con compasión y con comprensión a su dolor, para aliviarla para quitarle una parte de sus sollozos para ser siquiera por un instante mías, sus lágrimas? “Haz que su cruz me enamore y que en ella viva y more de mi fe y amor indicio; porque me inflame y encienda y contigo me defienda en el día del juicio”.
Su muerte, el aniquilamiento de María, para que Cristo, viva en mí, resucite en mí. El dolor de la separación, la cruz, trazó todo un abismo, la sepultura lo cerró todo, con una piedra pesada. El dolor, se quedó pesando inconmensurablemente en el corazón de María. María, la madre del amor hermoso, María, sin morir, en ese momento mereció la palma del martirio junto a la cruz del Señor. María, que dio a luz a Cristo por nosotros. María, que vio destruido el fruto de sus entrañas. ¿Lo podré reemplazar yo? ¿Puedo hacerme hijo suyo de tal manera que se sienta consolada? “Haz que me ampare la muerte de Cristo, cuando en tan fuerte trance, vida y alma estén, porque, cuando quede en calma el cuerpo, vaya mi alma a su eterna gloria Amén”.
Estaba la Madre, yo fui declarado su hijo. Estamos en un momento de dolor, de soledad. Me acerco a Ella, no le puedo decir nada, ni consolarla. Apenas llorar con
Ella, y todo fue mi pecado. “¿Cuál hombre no llorara si a la Madre contemplara de Cristo en tanto dolor, y quien no se entristeciera, Madre piadosa si os viera, sujeta a tanto rigor?”
María, tu amor me hace hijo tuyo; perdóname, que la pobreza de mi amor no te pueda consolar filialmente, como sería el deseo de mi corazón. Le pedí perdón a tu Hijo, y ahora tu lo sobrevives y yo te pido tu perdón de madre y que nos muestres a Jesús, “fruto bendito de tu vientre, oh piadosa, oh dulcísima Virgen María”. (Agua de Dios, Abril 23 del 2011).
En el Calvario, según el Evangelio de San Juan, hay una figura que predomina junto a la cruz de Cristo. “Estaba la Madre de Jesús”. Es María. No podemos nosotros comtemplar la figura de Cristo crucificado, sin percibir la figura de María. Lo mismo que no podemos nosotros pensar en el acontecimiento de estos 33 años de vida redentora, sin pensar que fue María quien le abrió las puertas del tiempo y del espacio con su Sí en la Anunciación del Ángel que nos describe el Apóstol San Lucas en su Evangelio.
María es única en la historia de la Humanidad. Única, porque sólo ella pudo concebir en su seno virginal por obra del Espíritu Santo al Verbo de Dios hecho carne. Única, porque sólo ella estaba al pie de la cruz, no solamente acompañando a Cristo, sino trancida de un dolor inefable. Acompañando a su Hijo, como nadie lo podía acompañar. Ella que lo había traído al mundo y le había enseñado a amar con corazón humano, en cierta manera la había dado esa capacidad misteriosa de sufrimiento en su solidaridad con nosotros sus hermanos.
Jesús pendiente de la cruz, está redimiendo a la Humanidad. Todo en Él es perdón. Desde el perdón al Padre, “porque no saben lo que hacen”, hasta aquellas frases que pertenecen a los santos como la frase de dolor ante el ciego que siente cerrado sobre Él, “ Padre mío, porque me has desamparado” o el cumplimiento de aquella otra profecía que dice “Tengo sed”. Hay una frase especial de perdón. All ladrón que arrepentido en el último momento le dice “Acuérdate de mí cuando estés en tu Reino” y el Señor le dice “ Hoy estarás conmigo en el Paraíso”. Pero hay una expresión, que llega a toda la Humanidad. Es un momento misterioso, una Anunciación distinta, pero sí es una Anunciación. A María se la declara Madre de la otra redimida por Jesús. En otras palabras Madre de todos los redimidos, Madre de la Humanidad por la cual muere Cristo. “Mujer aquí tienes a tu hijo”. En su dolor, María no podía comprender el significado tan profundo, agobiada Ella como estaba, y sobre todo rodeada de una multitud hostil, que solamente gritaba, blasfemaba y desafiaba y sin embargo, el Señor la hacía Madre de esa multitud.
Seguramente la voz de Cristo no fue escuchada sino por muy pocas personas. María la escuchó y como tantas veces sin comprenderla, la guardó en su corazón. Sería necesaria la acción fecunda del Espíritu Santo, en Pentecostés para que Ella comenzara a realizar esa maternidad que Cristo, le había confiado, sobre la Iglesia que se iniciaba alrededor del hecho de la Resurrección y a lo largo de los siglos en todas las circunstancias de la Humanidad.
Pero en la perennidad del Calvario y de un Cristo crucificado en la cruz, siempre estará, la perennidad de una mujer, de una Madre que pierde al Hijo de sus entrañas, pero que comienza a ser Madre de aquellos que le quitan a su Hijo, los deicidas. Allí está María, henchida de dolor y llena de amor. Allá está la Vírgen que siempre vivió en consonancia con los sentimientos de Cristo. Allá está la creatura que se hizo Madre de su Creador. Allá está aquella que fue fecunda por obra del Espíritu Santo y que ahora se sentía cercenada en esta fecundidad y en esta maternidad divina. Es María. Había recibido un anuncio de un Ángel. Ahora el anuncio, se lo daba su Hijo moribundo.
“Aquí tienes a tu hijo”. Una responsabilidad más. Un dolor más. Un misterio más en la vida de María, pero al mismo tiempo una señal de Redención para la Humanidad porque la que trajo a Cristo al mundo, por obra del Espíritu Santo, volvería a ser fecunda en esta maternidad virginal pero no menos real sobre los que Cristo redimía, y Cristo redimía a toda la Humanidad.
Nosotros recogiendo los sentimientos de María, su perplejidad, pero esta su actitud junto a la cruz, nosotros lo hemos dicho tantas veces en nuestra vida: “Ruega por nosotros pecadores, ahora, y en la hora de nuestra muerte, Amén”. Tantas veces, en nuestra existencia el saludo del Ángel ha florecido en nuestros labios, pero nunca como en la voz del Ángel le quizo decir porque es una oración que pronunciamos casi fugitivamente, sin darnos cuenta, de que estamos repitiendo las palabras que llegaron del cielo: “Dios te saluda, llena degracia, el Señor está contigo, bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre”. Aquél que le fue anunciado, es una parte de su maternidad pero después viene la otra parte, una maternidad real, una maternidad que es un don de Dios para la Humanidad, primero lo fue en la persona adorable de Jesús ahora lo es, en esta adopción por parte de María de toda la Humanidad redimida.
Y entonces, nosotros recordamos estas grandes verdades de nuestra fe que interpelaron también la fe de María y con la Iglesia le decimos “Santa María, Madre de Dios” y luego agregamos nuestra condición necesitada, “ruega por nosotros pecadores”, en otras palabras, se Madre nuestra, en todos los instantes de la vida pero especialmente cuando vayamos a dar el paso del final de nuestra existencia terrena y podamos entrar a la casa del Padre.
Tantos momentos de nuestra vida, han sido sacudidos por la necesidad y el sufrimiento. Tantas veces, hemos sentido que ya no damos para más. Un día, yo lo sentí pensando que mi vida ya se extingüía y con más fervor que nunca, con un sabor que jamás había tenido en mis labios dije casi en silencio, pero con toda libertad y mi necesidad de ser hijo de María, “ruega por nosotros pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte ”. Acompañó la muerte del Verbo Eterno de Dios hecho carne y que acompañe también el final de cada uno de nosotros en Dios, en Cristo Jesús.
Madre de Dios y madre nuestra. Madre de Jesús y madre de cada uno de nosotros. La mujer por excelencia. La mujer interpelada por Dios, en interpelada por la cruz, la mujer que nosotros interpelamos con confianza filial cuando repetimos las palabras del Ángel y cuando recordamos como hoy las palabras del Hijo: “Aquí tienes a tu Hijo” y desde aquel instante fuimos hijos suyos.
Digamos con toda nuestra alma: “Dios te salve María, llena eres de gracia, el Señor es contigo, bendita tú eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre Jesús. Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte, Amén”. (Marzo 26 del 2005, Agua de Dios, Colombia).
Estamos viviendo lo que anuncia el Evangelio de este día en su primer momento. Jesús, sabía que le había llegado la hora de pasar al Padre y entonces, en un esfuerzo supremo, nos da la plenitud de amor y nos ama hasta el extremo. Era la víspera de la Pasión. En breves horas sucederán tantas cosas. Se cumplirán una a una las profecías, que pronunciaron Isaías, Jeremías, las Lamentaciones, los Salmos. Todo estaba escrito porque así iba a suceder.
Era un día, de sentimientos profundos para Cristo, de sentimientos de inmensa tristeza y de inmenso dolor. Como si, estuviera viviendo la tragedia de Colombia, una Útica, medio hundida en el agua, el dolor de tantos lugares donde estamos inundados, el sufrimiento de miles y miles de personas que lo han perdido todo, hasta la esperanza. El dolor, por los que desaparecieron, se fueron de nuestro lado, violentamente, bajo un derrumbe, bajo una avalancha, inundados, llevados por la corriente. Es una fecha de inmenso dolor. Es cierto, que para la Semana Santa, los intereses comerciales, han pregonado tantos sitios de descanso, de veraneo. Pero también es cierto, que las capacidades de la gente, han quedado drásticamente reducidas y que estamos sufriendo en carne propia, la angustia de lo que todavía puede venir.
Queremos decirle a Dios con los salmistas, que pare nuestra desgracia, que tenga en cuenta nuestro sufrimiento y que no tenga en cuenta nuestro alejamiento de Él, nuestros pecados, la manera como hemos empobrecido el don de Dios que recibimos en la fuente bautismal, la vida de la gracia, la identidad cristiana, la inhabitación de Dios en nosotros, y después, en nuestra niñez, recibimos la Eucaristía, el Cuerpo y la Sangre del Señor.
Hoy precisamente, es el día de la institución de la Eucaristía, el enloquecimiento del amor de Dios. Un amor inconmensurable, que se hunde hasta la miseria de su creatura humana, para levantarla a la plenitud divina. Un día, en que nos hace dioses, porque Dios es amor, diciéndonos que nos amemos los unos a los otros como Él nos ha amado y nos dio el ejemplo en el servicio del lavatorio de pies. Nos promulgó la ley del amor, nos mandó a hacer lo que estamos haciendo hoy: “Hagan esto en memoria mía”. Tal como el Apóstol San Pablo en la lectura de hoy, nos transmite la tradición, que viene del Señor. Lo estamos haciendo, veintiún siglos de historia, veintiún siglos en que la comunidad cristiana se reúne en el Jueves Santo. Veintiún siglos en que queremos apropiarnos de los sentimientos de Cristo Jesús, para pedir perdón al Padre, para que Dios tenga compasión de nosotros, para dignificarnos en la solidaridad con los que sufren, partiendo el pan con ellos, procurando aliviar sus necesidades y haciendo presente a Cristo en medio de su dolor.
Es el dolor de Cristo, en un corazón humano, ese corazón, lleno de ternura por nosotros, que nos interpela, que nos llama a cambiar, que nos fija las metas de perfección: “Sean perfectos como mi Padre celestial es perfecto”. Un Cristo que se abaja a lo más terrible de la humanidad: el misterio de la muerte, para elevarnos, a lo más excelso de la divinidad, la resurrección del Hijo que como si fuera el portador de toda la historia del hijo pródigo que es la humanidad, vuelve en su ascensión al cielo, a la casa paterna. Es el misterio de estos días, de estos tres días. Creemos en ese Cristo que tantas veces ha negado la historia. Creemos en ese Señor Jesucristo, que tantas veces hemos abandonado en nuestra propia vida.
Bendecimos a Dios que una vez más en nuestra existencia nos reúne para celebrar un Jueves Santo, para celebrar la institución de la Eucaristía, la promulgación de la Ley del Amor, la institución del sacerdocio, a cuyo derredor se cumple lo que el Señor dijo al partir el pan “hagan esto en memoria mía”. Y una vez más en nuestra vida, somos protagonistas de ese acontecimiento de la ternura divina. Somos el objeto directo de su amor, cada uno de nosotros, a porfía, podríamos disputar que somos los que más necesitamos de la misericordia divina y que por cada uno de nosotros, el Verbo de Dios, se hizo carne. Hoy el Verbo de Dios, se hace pan, se hace servicio, se hace ley de amor.
Que nuestro corazón, esté abierto a la plenitud de la divinidad, como el corazón de Cristo, solidario con nosotros, está abierto a la plenitud de nuestra debilidad y de nuestro pecado. Hoy Cristo, comienza a llevar en nosotros los pecados que ha cometido la humanidad, se los apropia, los hace suyos, se hace pecado por nosotros, para redimirnos a Dios. Es Él, es el mismo Cristo familiar, que se acercó a las necesidades humanas, que calmó el mar en tempestad, que multiplicó los panes para calmar la necesidad de hambre que tenía la multitud que lo seguía, que se acercó a la viuda de Naim, que se dejó tocar por aquella pecadora en el casa de Simón el leproso, que tuvo lástima de los pecadores y que a los fariseos les dijo “vayan, aprendan lo que significa yo quiero misericordia y no quiero sacrificios”.
Una vez más lo tendremos con nosotros, en nuestro ofertorio, en nuestro altar, en la comunión que nos preparamos a recibir, en el perdón de los pecados que hemos recibido en el sacramento de la penitencia. podemos acompañarlo con dignidad, podríamos decir que con igualdad, porque Él se abajó a nuestra condición humana. Sabemos, que ha llegado su hora de pasar al Padre; pasará a través de la Pasión, a través de la muerte, del dolor, de la miseria y del desprecio; entregará su alma al Creador y en esta forma, habiéndonos amado como discípulos que nos quedamos en el mundo, “nos amó hasta el extremo”. (Abril 21 del 2011).
Es una gracia incomparable el que podamos ser este año una vez más en nuestra vida, protagonistas del Jueves Santo. Adentrarnos en el misterio del amor, ante un Cristo vituperado, ignorado, que se quisiera borrar de la historia, nosotros estamos genuflectos ante Él como nuestro camino, nuestra verdad y nuestra vida.
“Habiendo amado a sus discípulos que se quedaban en el mundo los amó hasta el extremo”. Cristo, el Verbo de Dios encarnado es también el amor de Dios hecho carne. Amor, palabra misteriosa, tan pronunciada, muchas veces tan maltratada y tan vacía, hoy se llena con la expresión de Jesús. Él es el amor de Dios junto a nosotros, sus hermanos. Amor, “Dios es amor” nos dice el Apóstol San Juan en su primera Carta y “hemos creído en el amor porque Dios nos amó primero”. Amamos porque tenemos la experiencia de ser amados pro Dios y nuestra experiencia de amor es, haber sido redimidos por Cristo y perdonados por Él. Dios nos ama tanto que “envió a su Hijo unigénito al mundo, para que el mundo se salve por Él”.
Lo tenemos con nosotros, Jesús sacramentado, crucificado, muerto y sepultado pero sobre todo, Cristo resucitado, vencedor del pecado y de la muerte. Cristo es la victoria de la vida sobre la nada. Cristo es el amor concreto sobre el odio, Cristo es el perdón sobre todos los rencores, sobre todo el poder de destrucción que encierra el no amor. Dios nos ama, y por eso tenemos a Cristo entre nosotros. Lo podemos ver, lo podemos tocar y en esta tarde benditísima, Cristo nos lava los pies para purificarnos del cansancio del camino y para perdonarnos nuestros pecados. No podemos entender a veces que la actitud de Pedro “No me lavarás nunca los pies” era una actitud de recato del amor de Dios. Y eso que era un discípulo impetuoso en su amor por Jesús.
En realidad, cómo necesitamos que nos lave los pies. Cómo necesitamos sentir nuestros pies en sus manos creadoras y redentoras, con el agua refrescante que vierte sobre nosotros y secándolos con sus propias manos. Hubo una mujer que en la casa de Simón ungió sus pies con perfume, los lavó con sus lágrimas y lo secó con su cabello. Simón, no podía entender aquello. Era una mujer pecadora, Simón no entendía que era un pecado perdonado. Y por eso Jesús le dice: Cuando yo vine, tú no me lavaste las manos. Esta mujer me ha lavado los pies con sus lágrimas. Tú, no me diste el beso, ella me ha colmado mis pies de besos. Ella, me perfumó con un perfume precioso. Ella, es una mujer que ama mucho, porque se le ha perdonado mucho.
No le digamos a Jesús que no nos lave los pies. El Sacramento de la Penitencia, después del Bautismo es el lavatorio de nuestra propia vida. Y sin embargo tantas veces lo hemos desdeñado y lo hemos dejado de lado. Era la voz humana de Jesús. Aquella voz que se cierne sobre nuestra vida para darnos el testimonio del amor de Dios; para decirnos en la parábola del Hijo Pródigo “hijo” y para hacer fiesta por nosotros. Somos los pecadores que Cristo ha venido a buscar. En nosotros a toda la humanidad. Somos los que tantas veces hubiéramos merecido el castigo de nuestras faltas y solamente merecemos la lástima, la ternura de Dios. Por eso, San Agustín decía: “¡Oh feliz pecado que mereciste un redentor tan grande!” Todas las expresiones del amor de Dios quedan conjugadas en esta entrega definitiva a nosotros luego de habernos perdonado: “Tomen, coman esto es mi cuerpo. Tomen, beban, este es el cáliz de mi sangre que será derramada por todos”.
El amor de Dios, lo podemos sentir, lo podemos imaginar, lo podemos comer en la Eucaristía y podernos hacernos amor con Cristo Jesús. Cada uno de los gestos de esta celebración rememora la narración del Evangelio de San Juan y la tradición que Pablo recibió y de la que da cuenta a los fieles que creyeron en su peregrinación y en su predicación. Esa palabra divina no solamente la escuchamos. Hoy nosotros la realizamos; somos sus protagonistas en la persona de cada uno de ustedes está toda la ternura del amor de Dios que se vuelca en el lavatorio de los pies y que se convierte en el signo del amor cristiano que después nos permite avanzar nuestros pasos a recibir el Cuerpo y la Sangre del Señor. Hoy es el día del amor, por tanto el día en que agradecemos al Padre que el Verbo de Dios se haya hecho carne y haya puesto su morada entre nosotros y que ese Verbo eterno de Dios se haya hecho pan y se haya hecho vino para que podamos adorarlo, comerlo, quitarnos el hambre con Él, quitarnos la sed al recibir su cuerpo, no por dignidad nuestra sino por desbordamiento del amor divino en cada una de nuestras vidas.
Somos el Jueves Santo de este año, una tradición ininterrumpida en nuestra querida ciudad de Agua de Dios. Hoy somos nosotros, ayer fueron otros, que después cuando terminaron su camino, sintieron que el Señor les había lavado los pies y sintieron que llegaban al momento final reconfortados por la fraternidad de Cristo Jesús. Es Él, somos nosotros, en este Jueves Santo reunimos todo lo que significa nuestra ciudad, su tradición, su amor, su fe, la unión maravillosa que podemos formar entre nosotros.
Nos unió el dolor, la enfermedad, el ostracismo, hoy en día nos une únicamente el amor, la enfermedad, porque Cristo es un enfermo de amor, Cristo es el amor que se convierte en cada una de nuestras necesidades para acercarnos a Dios. “Dios es amor”. “Jesús, habiendo amado a sus discípulos que se quedaban en el mundo los amó hasta el extremo”. Nosotros creemos en el amor, en el amor que Dios nos tiene y que es Cristo Jesús. (Abril 21 del 2011, Agua de Dios, Cundinamarca).