"Faltó la madre, del hogar la reina,
no gozó el joven el placer de un beso
sintió nostalgia, la nostalgia eterna
pues sin la madre cariñosa y tierna
se pierden como el humo los ensueños" (P. Jaime)
J esús, mi bien, al recibir tu cuerpo
E n la hostia santa de tu santo amor,
S iento mi pecho convertirse en flores,
U rna de amores,
S encillo trono para ti, Señor.
M i alma quisiera como pura rosa,
A lba y hermosa, perfumada en flor,
R egia corona de un altar luciente,
I ris fulgente,
A nte el sagrario agonizar de amor. (P. Jaime).
Virgen Santa del Monte Carmelo
hoy llegamos a ti peregrinos
al santuario en que tu nos visitas
a traernos en brazos tu Hijo.
El Señor te nos dio como Madre
de la cruz en el Monte Calvario;
la sonrisa y bondad de tus ojos
nos entregas como escapulario.
Nos acerca hasta ti, Madre buena
tu ternura, tu amor y tu gracia
llevaremos al irnos tu imagen
en el pecho, al seguir nuestra marcha.
Y por siempre seremos tus hijos
te tendremos por siempre en el alma.
¡Somos tuyos, nos dice tu rostro;
eres nuestra, Señora y esclava!
Oh, Virgen del Carmen
nuestra luz y guía,
ruega por nosotros,
Ave María (bis) ( P. Jaime)
Cuando miro tu imagen bendita,
mi Dios adorado,
de la cruz en el duro madero,
siento en mi alma pasiones intensas,
sagrados anhelos…
Tu dolor y tus llagas son fuentes,
poema y misterio…
un misterio de amor cuyo canto
es poema que canta en silencio.
Tu boca entreabierta
revive el recuerdo
de labios amantes
que enlazaron su amor en un beso.
Tus labios heridos
de la sed por el duro tormento,
dos pétalos muertos
de una flor que agoniza
bajo el dombo de un astro de fuego.
Tus ojos que otrora
remedaban el tul de los cielos
hicieron eterno el topacio
de un mirar de ilusión hechicero.
Es tu pecho horadado, cisterna,
cerúleo espejo,
que retrata en sus puros cristales
el contorno sutil de tu aspecto.
Son tus manos granadas abiertas
de aromas intensos,
tus pies traspasados
azucenas color de lucero…
tu cuerpo llagado,
turíbulo y templo,
de que brotan en mil espirales
de perfumes, plegaria e incienso.
Estando desnudo
ser casto me enseñas
en casto misterio…
y tus pies y tus manos clavados
un vivir religioso perfecto.
Oh mi Cristo, silueta divina
de un Dios que da vida muriendo
tú me llenas la boca de mieles
y me embriagas de amor y de ensueño.
Dulcísimo rostro
de oprobios cubierto,
al besarte me impregno de aromas,
de aromas angélicos.
Jesús crucifijo
de miembros que penden
sangrantes y yertos
y enlazan estrofas
de gloria y desprecio:
que yo viva por siempre enclavado
a tu cruz con mis votos eternos
bebiendo las ondas
que, a raudales, derrama tu pecho.
Imagen sagrada,
despojos mortales
del Ser infinito de siglos perpetuos,
que, al mirar esas llagas divinas,
sienta mi alma en contacto adorable
la divina presión de sus besos. ( P. Jaime).
Soy leproso,
tengo el cuerpo transformado en una llaga…
rota y muerta de nostalgia
tengo el alma…
Sufro espinas y quebrantos
en mis carnes ulceradas
y tan sólo Tú me escuchas
en el místico gemir de mi balada.
Soy leproso…
y es continuo el doloroso
agonizar de la Hostia Santa
que, encerrada en el Sagrario,
se deslíe y se desangra
y mis úlceras son miel
y son amargas
y son néctar
y son ámbar,
son amor
y son espiga
y son rojas
y son blancas…
Tú has vendió a realizar
mis esperanzas:
te llegaste a mí muy quedo
y creyéndome dormido,
te callabas;
pero yo que velo siempre
consumido por la fiebre de las almas
y esperando en mi delirio
frescas aguas,
recogidas
de Sicar en la fontana
por la dulce arrepentida,
la mujer samaritana,
yo, soñando,
te esperaba
y mis labios resecados
te llamaban
y tu nombre era tan suave
que mi boca refrescaba
y, al llamarte, mis quejidos
convirtiéronse en plegaria.
Oh, mi dulce confidente
de hora santa:
sólo tuyo es el perfume
que mis úlceras emanan;
sólo tuyo es este cuerpo,
sólo tuya es esta hostia consagrada,
sólo tuyos mis amores
y la eterna vibración de mis palabras
y mi rostro dolorido
y el divino resplandor de mis miradas.
Virgen pura,
nube cándida,
cubre todas mis miserias
con el velo de tus gasas…
vive en mí tu vida entera
con un alma apasionada
con el loco frenesí con que me amaba
la ternura
de María la de Mágdala.
Flor de rosa,
bella y pálida,
los perfumes y las sedas
de tus pétalos desgrana,
que, al caer sobre mi cuerpo
y en contacto con mis llagas…
floraciones de inocencia
se abrirán para tu alma. ( P. JAIME)
Munda cor meum ac labia mea,
Omnipotens Deus, qui labia
Isaiae Prophetae calculo mundasti ignito…
Que Dios, quemando mis labios
con un carbón encendido,
los haga dignos de hablar
de la historia de Francisco.
Es evangelio en romance,
romance en sangre teñido,
que tiene tanto de humano,
tanto y tanto de divino
que hasta parece que un ángel,
al bajar para escribirlo,
hubo de hacerlo en brocados
con nieles de oro muy fino.
Al contarla paladeo
un como sabor de vino
algo endulzado con mieles
y algo amargado con mirro,
tan suave como el aceite
que dan las palmas y olivos.
Francisco de Asís marchaba
del monte por un camino,
vestido con un sayal,
burdo y ceniciento lino
que llevaba a la cintura
por blanco cordón ceñido.
Las manos entrecruzadas,
sangrando los pies heridos
por lo abruptos guijarros
y tristezas del camino;
los ojos, ascuas ardientes,
en el cielo estaban fijos…
iba cantando el salterio
con alegres pajarillos.
La aurora el color cambiaba
rosicler en amarillo
como un brotar de semillas
tallos y espigas de trigo,
mientras el bosque moviendo
su gigantesco abanico
se llevaba entre la brisa
los rezos de San Francisco…
polen que voló muy lejos
a fecundar los pistilos
de las flores celestiales
y de los jardines místicos
y entonces hubo vendimias
y abundancia de racimos
y uvas que dieron su jugo
para el Santo Sacrificio,
rosas que se desgranaron
ante el Sagrario Eucarístico.
Era hermosa la plegaria
que elevaba el Pobrecico:
“Hazme, dulce y buen Jesús,
de tu paz el instrumento.
Donde los hombres se odien
siembre yo amor duradero,
se perdonen las injurias
cual lo exige el Padrenuestro.
Si entenebrece la duda
el humano entendimiento,
quiero llevarle en mis manos
de la fe la antorcha ardiendo.
Clara estrella de esperanza
brille sobre el desconsuelo
y disipen la tristeza
las alegrías de tu cielo.
Por consolar mis hermanos
no mendigue yo el consuelo;
no busque yo que me entiendan
mas comprender sus deseos;
no busque yo que me amen
sino amarlos, buen Maestro.
Porque dando, recibimos
por lo temporal, lo eterno,
perdonando, nos perdonas
y muriendo en Ti, nacemos”.
Saboreando esos decires,
esos místicos requiebros,
caminaba el frailecico
bajo el bello firmamento,
cuando, cubierto con ramas
a la orilla del sendero,
carcomido por la lepra
vio un infeliz pordiosero:
una lama blanquecina
le amortajaba su cuerpo
llenando de hedor el aire
con tufos y olor de muerto.
Era como una piltrafa,
despojo del cementerio.
Sin forma y dedos sus manos
tenían aspecto de remos
para, en el mar del dolor,
ir cada vez más adentro.
Llena de horrores la cara
salpicada de tubérculos
que manaban de continuo
un humor viscoso y fétido
que era como si saliera
un perpetuo lagrimeo
para llorar las tristezas
de aquel vivir descompuesto.
Ojos muertos y sin lumbre
apenas medio entreabiertos.
En vez de boca, carcoma,
horrible pústula hirviendo
de miserias espantosas
en continuado renuevo.
Su alma colmada de angustias
y de dolores tremendos,
se esforzaba por salir
de tan ulcerado espectro,
ser, de todos los dolores
el decálogo y compendio,
condensación de amarguras
y resumen de tormentos.
San Francisco se detuvo,
paralizados sus rezos,
quedo se acercó al mendigo
que agonizaba en el suelo,
lo recostó entre sus brazos
y lo estrechó con afecto,
le reclinó la cabeza
contra el sayal ceniciento
y, uno a uno, con sus manos
alivió los sufrimientos:
amó a la hermana miseria
en aquel roído aspecto,
bañó a su hermana la lepra
acariciando sus miembros,
vendó las hermanas llagas
y ungió los hermanos huesos.
y el mendigo, recostada
la cabeza contra el pecho
del fraile menor, oía
acelerado e intenso
palpitarle el corazón
ardiendo de amor en celo…
y cada vez más y más
se aumentaba el crescendo,
como un tañer de campanas
que repicaran a fuego.
Hasta que llegando al clímax
de sus fervores, violento,
cual epílogo y final
de apasionado himeneo,
en la boca carcomida
puso los labios bermejos
sellando su amor al Santo
con un prolongado beso.
Y , oh prodigio de aquel ósculo,
milagroso y vivo injerto:
bulló la vida pujante
por las arterias de nuevo,
eclosión de borbotones
que, con su hervor turbulento,
renovó la carne enferma
con el calor de su esfuerzo
y, al sudario blanquecino,
invierno en el cuerpo, gélido,
sucedió la primavera,
fecundidad y renuevo.
El mendigo musitando
de gratitud un concierto,
siguió con la vista al Santo
que desapareció a lo lejos.
El de Asís seguía el camino
de dicha y de amores ebrio…
su boca probaba mieles
sus labios sabían a almendro,
su corazón buceaba
los abismos de lo eterno.
Una imagen persistente
le flotaba en el cerebro:
eran las llagas abiertas
en las que vió su Modelo,
eran sus pies desfondados
por crudelísimos hierros,
eran sus manos sangrantes
dirigidas hacia el cielo,
era su cuerpo desnudo,
era su costado abierto,
la su cabeza ceñida
con agudísimo cerco,
las rubias crenchas pegadas,
sangre en cuajarones negros,
rota la piel flagelada,
tensos, crispados los nervios…
rostro surcado de angustias,
faz colmada de improperios…
Convulsionados temblando
con rictus de amargor lleno
los labios febricitantes,
amoratados y secos…
Divinidad ultrajada
por humano vilipendio,
girón divino colgado
de un infamante madero.
Sus ojos, cristal y lágrimas,
cerrados de horror y miedo,
en el estertor agónico
se entornaron un momento
por mirar la última vez
en el instante postrero;
y la humildad de Francisco
cabe la cruz descubrieron:
se iluminó la mirada
con apagado reflejo;
por espacio de un instante
quedó el semblante sereno
y, zafando por la herida
del clavo, el brazo derecho
para firmar con su sangre
de los hombres en provecho
un testamento de amor
y de ternura un recuerdo,
abrazó al Santo y se hundió
de la muerte en el misterio. ( P. Jaime)